Tiempo Argentino | Opinión
El Congreso de la Nación Argentina estableció, en 1974, el Día de la Soberanía Nacional. El acontecimiento histórico que signó la elección de la fecha fue un nuevo aniversario de la Batalla de la Vuelta de Obligado, cuando el gobierno de Juan Manuel de Rosas enfrentó la intervención de Francia e Inglaterra, las dos potencias económicas y militares más grandes de la época, que desplegaban agresiones armadas en pos de su expansión comercial y que en aquella situación se propusieron imponer por la fuerza su interés en comerciar con las provincias, soslayando al puerto de Buenos Aires. Una vez más, las potencias intervencionistas vinieron a nuestra tierra a hacer valer sus intereses a cañonazos.
La respuesta heroica de nuestro pueblo no se hizo esperar. Fue un 20 de noviembre de 1845, hace ya 170 años. La conmemoración resulta oportuna, ya que conceptos como «soberanía nacional» no son definiciones establecidas de una vez y para siempre, sino una ardua materia de controversia, invariablemente condicionada por el espíritu y los intereses económicos y políticos de la época.
Como parte del continente americano, nuestros tiempos pasados –remotos y cercanos- están repletos de situaciones paradojales. Entre 1902 y 1903, una flota de buques europeos bombardeó el Puerto de La Guaira, tras la negativa del presidente de Venezuela Cipriano Castro de pagar la deuda externa del país bolivariano. Por aquella gravísima agresión, el entonces canciller argentino, Luis María Drago, formuló una doctrina por la cual ningún Estado extranjero podía atacar a un país por una deuda soberana. Esta concepción antiimperialista, y en defensa de la soberanía de nuestras jóvenes naciones, fue sostenida por el gobierno de Julio A. Roca, que construyó un Estado Nacional mirando a Europa y a EE UU y perpetrando el genocidio de los pueblos originarios, sobre el cual se montó la dominación de una oligarquía vacuna -con epicentro en la provincia de Buenos Aires- asociada a la burguesía portuaria. Su proyecto hegemónico requería también de leyes modernizadoras que legitimaran su dominio y la matriz cultural y educacional del país que iba modelando.
Otro caso notable lo expresó la dictadura genocida de 1976. Desde su poder empeoró todos los indicadores sociales y productivos, vació y reconfiguró el Estado como órgano represivo y de representación de negocios del capital extranjero, y devastó la industria nacional. Para el cumplimiento de esos objetivos utilizó un discurso de pseudo-nacionalismo rancio y oscurantista. La aventura de Malvinas coronó una contradicción ya insalvable llevada a cabo por un régimen que ensayaba una fuga hacia delante, intentando apoyarse en el histórico sentimiento popular acerca de nuestros derechos soberanos sobre las Islas. La rápida derrota reveló la incapacidad de librar batallas contra la fuerza militar de una gran potencia capitalista, apoyada por Estados Unidos. El episodio dejó ver una paradoja cruel: el régimen, que masacraba a una generación, lo hacía con una retórica chauvinista, apelando a la soberanía y la defensa de la Patria. Se hizo palpable el contraste de su accionar con la valentía de tantos patriotas en las guerras de independencia y otros momentos de nuestra historia, inspirados en ideales auténticamente liberadores como parte de una colectividad que siempre luchó en defensa de la verdadera soberanía: su territorio, su cultura, su pueblo y sus riquezas naturales y humanas.
La transición a la democracia tuvo como agenda sustantiva la recuperación de la libertad hollada en la represión, el miedo y la destrucción del tejido social y productivo. Los años noventa y el comienzo del 2000 vieron sucederse a los gobiernos de Carlos Menem y de Fernando de la Rúa. La política pública expresó una subordinación sin disimulos a los mandatos de corporaciones multinacionales y, muy especialmente, a las exigencias de la diplomacia norteamericana, que llamaron sin pudor «relaciones carnales». Aquel fue uno de los momentos más descarnados de la perversión y negación del ideario de país independiente de los poderes mundiales y locales.
Luego de la crisis de 2001, la soberanía como principio integral encontró en los años kirchneristas su más firme y consecuente construcción por parte del gobierno nacional.
Las políticas públicas reubicaron a nuestro país junto a los otros pueblos de América Latina y el Caribe, sustrayéndolos de la órbita de las potencias hegemónicas.
La política económica privilegió el mercado interno y el desarrollo de las PyMES, la atención prioritaria a los sectores más vulnerables y la recuperación del Estado Nacional con el fin de regular las relaciones económicas, distribuyendo riquezas con un sentido democratizador.
La política internacional tuvo dos puntos destacados: la defensa irrestricta de la reivindicación anticolonialista de Malvinas, ganando consensos y apoyos de muchos países; y una valiente y valiosa batalla contra los fondos buitre, la representación más extrema del capitalismo especulativo y usurario.
Otra expresión de construcción verdadera de soberanía fue el compromiso con el desarrollo de la educación y la ciencia a través de diversas manifestaciones: la repatriación de científicos formados en nuestras Universidades, la creación de un Ministerio de Ciencia y Tecnología, la ampliación sustantiva del colectivo de investigadores asignando recursos económicos y, como corolario, la creación de satélites, integrando al país a un selecto núcleo de ocho naciones con capacidad de plasmar estos emprendimientos de vanguardia.
El cambio de siglo fue la puerta de entrada a un proyecto de país cuyo rasgo distintivo es la recuperación y ampliación del ideario de soberanía nacional. Resulta necesario traer al presente estos elementos en momentos cruciales como los actuales.
También es siempre inspiradora la conocida invocación sanmartiniana: «Compañeros del ejército de los Andes: La guerra se la tenemos que hacer del modo que podamos: cuando se acaben los vestuarios, nos vestiremos con la bayetilla que nos trabajen nuestras mujeres, y si no andaremos en pelota como nuestros paisanos los indios: seamos libres, y lo demás no importa nada.» De eso se trata una vez más, en tiempos revueltos en los que soberanía y coloniaje vuelven a confrontarse. «