Ciudad neoliberal o Ciudad democrática. Por Juan Carlos Junio

Tiempo Argentino | Capítulo 4

El contraste entre los dos modelos de política pública –el del gobierno nacional vs el liberal macrista– es notorio.

La discusión sobre la pobreza social expresa diferentes visiones del mundo y, por supuesto, proyectos políticos que la justifican, la cuestionan o la ignoran, según sea el caso. Los sectores más retrógrados legitiman la inevitabilidad e, inclusive, deseabilidad de la pobreza desde construcciones ideológicas dispares. Algunas vertientes confesionales recogen el señalamiento bíblico: «Siempre tendréis pobres con vosotros.» Las perspectivas liberales o neoliberales defienden la noción individualista de que «cada quien es responsable por su destino».

Otras corrientes, enroladas en perspectivas populares, reformistas o revolucionarias, se niegan a naturalizar la injusticia que perpetran las realidades de la pobreza, proponiendo la creación de derechos sociales, o bien una transformación de la sociedad que alumbre un nuevo orden social en el cual ese fenómeno sea erradicado.

En la campaña electoral de 1964 en Chile, un cartel prolijamente elaborado por la Democracia Cristiana afirmaba que «Con Frei, todos los niños pobres tendrán zapatos.» Pero en contraste con esa promesa, otra afirmación desafiaba el horizonte emancipador trasandino: «Con Salvador Allende, no habrá niños pobres.»

El gobierno nacional, al crear la Asignación Universal por Hijo, inició un camino novedoso y divergente de la lógica focalizada y asistencialista que procuró paliar en las últimas décadas –con poco éxito– los efectos brutales de las políticas económicas neoliberales que fueron una verdadera fábrica de pobres.

Sin límite temporal de prestaciones, ni obligación de contraprestación laboral, la AUH garantiza, al conjunto de la fuerza de trabajo, o sea a todos los ciudadanos, un derecho social que ya había sido conquistado por los trabajadores formales hace medio siglo.

Resulta importante aclarar que esta política social se da en el marco más general de una línea económica que expandió considerablemente la frontera del trabajo. La cifra de cinco millones de puestos de trabajo creados en los últimos años resulta por demás elocuente.

La AUH debe asociarse a la idea de «seguridad social» y desde allí a la extensión de ciudadanía, a la reducción de la desigualdad y a la integración de los habitantes con el conjunto del pueblo, favoreciendo una convivencia de respeto mutuo y solidario.

Sin embargo, a pesar de tratarse de una notable conquista, la AUH no debe darse por garantizada. Desde diversos sectores conservadores se la ataca, aunque en forma vergonzante. Mediante diversas estigmatizaciones y slogans vacíos, sectores de la oposición cuestionan esta política de inclusión argumentando que la asignación debe ser compensada con trabajo como modo de contraprestación. Se trata de un argumento tramposo: primero, porque supone una responsabilidad de los sectores populares en el estado de pobreza, cuando en realidad se trata de un basamento estructuralmente injusto de la sociedad. Por otro lado, ignora que la conformación heterogénea de los mercados de trabajo requiere de políticas activas por parte del Estado, en lugar de estigmatizaciones promovidas por los voceros ideológicos de grandes corporaciones y de perimidas visiones antiobreras.

Como siempre, hay dos modelos en pugna. El primero se ha ido desarrollando a lo largo de esta década en nuestro país y en buena parte de América y, aunque debe mejorarse en muchos aspectos, señala el camino de consolidación de un Estado Social para el siglo XXI, que interviene transfiriendo riquezas desde los núcleos del poder económico concentrado, a favor de los sectores postergados y empobrecidos, tanto de trabajadores como de sectores medios.

Por otra parte, se le enfrenta un modelo que reconoce como única realidad la de individuos empresarios de sí mismos, con una lógica individual y egoísta. En este esquema, se pasan por alto las desigualdades estructurales de la actual fase del capitalismo, que adoptando un discurso velado, esconden de un modo cínico su idea de la pobreza perpetua.

Este es el caso de la Ciudad de Buenos Aires, que se erige como un ejemplo prístino de este segundo modelo. La desigualdad socioeconómica al interior de nuestra ciudad es muy grande, aunque intentan taparla con alquimias de márketing. En este sentido, el dato más trascendente es que el 10% más rico se lleva el 21,9% del ingreso total, mientras que el 10% más pobre se distribuye un magro 3,6% del ingreso total.

Ahora bien, ¿cómo atiende la injusticia expresada el gobierno de Mauricio Macri? Veamos: el 46% de los jóvenes pobres de más de 18 años no ha terminado la escuela secundaria; en cambio, si tomamos el total de los jóvenes de la ciudad, el porcentaje se reduce a un 24 por ciento. O sea que, una vez más, los pobres son postergados en una ciudad rica que debería incluirlos e integrarlos.

La política de vivienda observa un mismo patrón de refuerzo de la desigualdad que se expresa en el proceso de desfinanciamiento de la construcción de viviendas sociales (del 5,3% del presupuesto en 2005, pasó al 2,7% en 2013) mientras ostenta de manera desbocada el negocio inmobiliario, favoreciendo la destrucción del estilo y la cultura de nuestros barrios.

Salud es otro rubro donde se registran similares inequidades: según datos para 2011 difundidos por el propio gobierno de la Ciudad, el 72,1% de los integrantes de hogares pobres de la ciudad no cuenta con ningún tipo de cobertura, prepaga u obra social. Este porcentaje desciende a un 15.2% si consideramos el total de los hogares porteños. Esta marcada diferencia de clase señala que el sistema público es el único modo en que las poblaciones vulnerables podrían acceder a la satisfacción de su necesidad y su derecho a la salud. Así es que la crisis del sistema refuerza la desigualdad en el acceso. La falta de nombramiento de profesionales, las inadecuadas condiciones edilicias y las largas esperas en los turnos, afectan a poblaciones que ya sufren por otros procesos de exclusión.

El contraste entre los dos modelos de política pública –el desplegado por el Gobierno Nacional vs. el liberal macrista– es notorio. Sus consecuencias no pasan inadvertidas para la ciudadanía porteña.

Nota publicada en Tiempo Argentino el 2 de agosto de 2013

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