Página/12 | Opinión
Luego de 15 años de experiencia conservadora bajo las gestiones de Macri y Larreta, se muestra claramente que la idea expuesta por el Supremo Carlos Rosenkrantz, quien pontificó que “detrás de cada derecho hay un costo y no hay suficientes recursos”; inspiró la gobernabilidad porteña y especialmente su aplicación práctica. Frente a la vigencia del legado evitista reivindicando los derechos sociales como respuesta a las necesidades del pueblo, la derecha, no solo intenta descalificarlo por su “sintonía innegable de fe populista” (Rosenkrantz), sino que a partir de esa “doctrina” retrógrada justifica su aplicación, aunque lo exteriorice como una propuesta novedosa.
Esta pretendida modernidad que se presenta envuelta en el eslogan de “la transformación no para”, en la realidad se expresa como una política inficionada por una concepción de ciudad para minorías que excluye y estratifica, y que además se amalgama con los negocios de constructoras y proveedores del estado en todo tipo de rubro. La gestión PRO y sus aliados-inferiores presenta a nuestra Ciudad como embellecida, asfaltada y enveredada, sin embargo existe otra realidad oculta por la propagada con problemas de desigualdad social, educativa, cultural, de acceso a la vivienda, al transporte y espacios verdes. Además se va acentuando una fractura en términos etarios, de género y geográficos, condenando al sur a la postergación social y cultural. Para sostener la imagen de éxito continuo, a pesar de su tendencia ideológica a la cristalización de desigualdades se necesitan fenomenales campañas de propaganda como la actual, tan abrumadora como costosa, que pagamos todos y todas a razón de $12 millones por día. O sea que, la comunidad porteña se hace cargo de la operación de ficción de modernidad, que a su vez actúa como campaña presidencial del alcalde Rodríguez. Los ejemplos son múltiples y en todas las áreas imaginables. Los casos más emblemáticos son los de Costa Salguero y Punta Carrasco, en nuestra costa ribereña, donde se proponen levantar una muralla de cemento. Sobre la base del mismo enfoque ideológico se mutilan y extraen cientos de árboles para zanjar el camino de las constructoras de torres y edificios, al mismo tiempo que se colocan plantas artificiales en las plazas, burlándose del sentido común ciudadano. Al respecto, las organizaciones defensoras de nuestra arboleda denuncian constantemente que para potenciar el negocio de la poda se mutilan especies dañando muchos ejemplares longevos. Afirman que “los árboles son tratados como pedazos de madera cuando en realidad son seres vivos que contribuyen a la salud ambiental, física y psíquica de los habitantes, a la vez que nos quitan la belleza que aportan al paisaje”.
La alimentación de los estudiantes en las escuelas públicas es otra expresión de un derecho básico de nuestras niñas y niños que ha sido transformado en un gran negocio. Hace muchos años que 18 empresas privadas usufructúan este servicio público, a pesar de las denuncias de familias y docentes por la carencia de valor nutricional, la constante caída de la calidad y el ocultamiento del verdadero costo del servicio. A pesar de recibir cuantiosas sumas de dinero del erario público, estas empresas maximizan sus ganancias con la táctica de ajustar la calidad de las viandas. Está demostrado que en los colegios donde el servicio es administrado por las cooperadoras, la calidad nutricional es muy superior con un costo equivalente. Así es que 291 mil estudiantes seguirán recibiendo viandas de alimento deficiente, mientras que los contratistas privados proveedores seguirán repartiéndose un presupuesto de más de $ 50 mil millones.
En los últimos meses, tomaron estado público varios casos paradigmáticos de necesidades ciudadanas que fueron subordinadas al tradicional enfoque de negocios: “la transformación” del Palacio CESI, que ocupa desde hace un siglo el colegio para personas con hipoacusia es quizás el ejemplo más cruel. El Jefe de Gobierno se propone destinar el edificio a la creación del distrito del vino, a la vez que se fijaron beneficios impositivos favoreciendo a “empresas de distribución, bodegas, vinotecas, cavas, museos y exposiciones”. Hasta ahora los reclamos de los gremios y la comunidad sorda no fueron atendidos, en cambio los “hombres de negocios” celebran su asociación con el gobierno porteño.
Si se trata de ejemplificar sobre contratos espurios fabricados y sostenidos durante el período de Macri y Rodríguez, el de las grúas es tan típico como grotesco. Al respecto, una nota de Clarín del 30/7 señala que se “renovará un sistema con contratos vencidos desde el 2001 que recibe denuncias y quejas”. En estos convenios las prórrogas se cronificaron por dos décadas a pesar del fallo de la justicia, las quejas de los usuarios por las tarifas, y por la violencia en el traslado de los vehículos para ganar tiempo con el fin de potenciar la facturación. Las dos empresas suertudas (Dakota y BRD) que explotan este negocio pagan $55 mil mensuales al estado porteño, según confirmaron desde la auditoria de la ciudad”, agrega la citada nota.
Resulta obvio que es un negociado inmoral a costa de los vecinos, que venimos a ser el pato de la boda entre las empresas y el alcalde Rodríguez.
El tercer ejemplo, más antiguo pero que volvió a la consideración publica en los últimos meses, es el de las 54 escuelas imaginarias, que hace años se proclaman, nunca se terminan y siguen dejando fuera del sistema a 25 mil estudiantes por año.
Otra muestra de ciudad apta para todo negocio, es el desembarco de firmas como Farmacity en los barrios populares con la excusa vulgar de que deben ser ”modernizados”. Lo que seguramente ocurrirá es que esta enorme cadena de comercios barrerá a los pequeños emprendimientos. El afán entre comerciar y ganar no tiene límites sociales ni geográficos. Todo vale en el mundo de la modernidad subordinada a una visión de ciudad empresa.
Lo único cierto es que el verdadero sentido de la frase de Evita sigue vivo: “donde existe una necesidad, nace un derecho”.
Nota publicada en Página/12 el 03/08/2022