Página/12 | Opinión
La semana pasada en la Legislatura porteña ocurrió un hecho político tan raro como significativo: en primera lectura se aprobó limitar la altura de construcción en algunos sectores de los barrios de Núñez y Belgrano. Como tantas otras secciones de la Ciudad son manzanas de casas bajas pero, que a causa de las modificaciones votadas por el oficialismo porteño en 2018 al Código Urbanístico, comenzaron a sufrir el avance vertiginoso de obras que erigen torres altísimas afectando la vida de quienes allí habitan, en muchos casos, por varias generaciones. La modificación del Código Urbanístico fue pensada y elaborada directamente por los especialistas del capital inmobiliario, por lo tanto, resultó inevitable que no haya sido considerada la calidad de vida de los habitantes de la Ciudad. Ya entonces, se trataba de blanquear y legalizar una situación de violaciones a la normativa de edificaciones anteriormente construidas y abrir las compuertas de par en par para una nueva fase en la fisonomía y la vida de nuestra ciudad, impulsando la construcción de nuevas murallas edilicias en casi todo el territorio porteño. Quedó claro desde entonces que miles de ciudadanos/as serían víctimas de una modificación radical de su entorno, que va generando destrucción del patrimonio histórico, de la identidad barrial, del entramado de relaciones sociales de vecindad, la infraestructura de servicios y el medio ambiente, incluyendo la pérdida de valor de las casas aledañas. Lo cierto fue que en este caso el entramado social y la protesta vecinal lograron frenar a los negociantes y el Gobierno de la Ciudad, saliendo al espacio público, recuperando en distintas esquinas antiguos modos de protestar y articulando con organizaciones vecinales de otras comunas.
Sin embargo, esta valiosa victoria desnuda la amplitud del daño a nuestra ciudad y a nuestra gente. Este conflicto involucra a solo 60 manzanas sobre un total de 12 mil que están en una situación parecida, tal como advirtieron los y las legisladoras del Frente de Todos. Surge entonces un interrogante obligado: ¿Cuál habrá sido el motivo del oficialismo de la Ciudad para hacer una concesión que va en dirección opuesta a su lógica de patrocinar la especulación inmobiliaria? Esta sociedad entre los grandes capitales de la construcción y el gobierno de CABA acentúa la contradicción social más trascendente en este tema crucial: las construcciones crecen en forma incontenible ante la mirada azorada del vecindario, pero no se resuelve el aumento estructural de inquilinos con grandes dificultades para pagar el alquiler a la vez que hay cada vez más decenas de miles de viviendas vacías. Una respuesta al interrogante del caso es que se trata de un reflejo electoralista y oportunista: justo en esas manzanas detectan que tienen un núcleo de sus votantes, diferenciado del resto de los ciudadanos/as de los otros barrios y comunas para los cuales continúa la desprotección ante el afán de las grandes constructoras.
Más allá de esta particularidad, a la que el PRO y sus aliados trataron como una anomalía, aquí la “transformación” se detuvo por la acción de una ciudadanía que decidió ser protagonista, como sucedió con la participación récord en audiencias públicas contra la privatización que impulsa el jefe de gobierno de Costa Salguero y Punta Carrasco. La otra conquista más importante fue la legitimación por el Tribunal de Justicia de más de 50 mil firmas para que allí se construya un parque público, propuesta contraria a la de construir edificios de élite. Un logro similar alcanzaron las enfermeras/os de nuestra Ciudad quienes también juntaron las firmas para obligar al Parlamento porteño a legislar por el reconocimiento de su trabajo profesional negado por el Gobierno de la Ciudad, que reduce su labor calificándola como “personal administrativo” para pagar menos, y “ahorrar gastos improductivos”. Estas luchas y logros se enlazan con otras anteriores, como la de estudiantes y docentes que en su momento lograron impedir el cierre de 29 institutos terciarios cuando el gobierno porteño impuso la Unicaba, proyecto en el que persiste con un formato más silencioso. En estos días, maestras y profesores se manifestaron contra la reforma del estatuto docente recibiendo una respuesta represiva, al igual que los y las trabajadoras de la salud durante sus movilizaciones. Más allá de la disparidad en los resultados, se va expresando una reserva democrática en la ciudad, dispuesta a reclamar y defender derechos ciudadanos resistiendo al modelo macrista y sus esencias ideológicas clasistas que pretenden conformar una sociedad fragmentada en términos culturales y sociales.
En esta cuestión central de la ideología del PRO y sus aliados que se presentan ante la sociedad según convenga (unas veces como moderados liberales y otras como ultraderechistas con sus atributos racistas y violentos) resulta necesario traer las declaraciones del legislador “libertario” Rodrigo Marra, de la fuerza “libertadora” de Javier Milei, quien bramó durante la sesión que el proyecto reformista de Núñez y Belgrano “no respeta la propiedad privada”, como si la propiedad de los vecinos lindantes a donde quieren edificar las torres fuera de segunda clase. Ya que estaba desatado pontificó: «Yo soy de Belgrano y me encantan las torres, si son de cien metros mejor”. En el fondo concuerda con Larreta, quien también las prefiere de 100 metros de altura. Una coincidencia más como las proclamadas “reformas estructurales” por el jefe de gobierno en Bariloche. Allí, ante la crema del empresariado afirmó “la Argentina necesita un shock de estabilización”, o sea, “bajar el gasto del Estado y un plan de reformas (laboral, provisional y tributaria). Ya lanzado, se propuso superar a su maestro Macri: todo será más rápido “no en cien días, sino en cien horas”, abandonando abruptamente el disfraz de derechista democrático y moderado. Todo esto exhibe otra anomalía de la derecha criolla: no los une el amor ni el espanto, los une el acatamiento a los dictados de los poderes económicos.
Nota publicada en Página/12 el 24/05/2022