Tiempo Argentino | Opinión
Por Juan Carlos Junio y Pablo Imen
Este 4 de abril se cumplirán diez años del asesinato del maestro Carlos Fuentealba y, como viene ocurriendo con otros casos, la causa está retrocediendo en materia de justicia. Somos conscientes que recordamos al querido y emblemático docente en tiempos de nuevas controversias con el gobierno macrista y su plan de recortes a los derechos sociales y culturales, mientras las resistencias populares se multiplican y se hacen oír en las calles y en las plazas.
El llamado a «la unidad de los argentinos» para aplicar políticas que benefician a minorías exclusivas constituye una estrategia discursiva que reafirma la sentencia de François de La Rochefoucauld: la hipocresía es un homenaje que el vicio le rinde a la virtud.
El negacionismo según el cual no serían 30.000 los desaparecidos iniciado por el exministro de Cultura porteño, Darío Lopérfido -un grotesco aspirante a fascista- luego acompañado por el propio Presidente, desnuda la clara intención política e ideológica de atacar los símbolos que las organizaciones de derechos humanos y la gran mayoría democrática de la ciudadanía fue cimentando en las últimas décadas. La agresión presidencial a Roberto Baradel es otra demostración del intento de descalificación de la actividad sindical. La «batalla cultural» a la que convoca permanentemente el Presidente, incluye otros intentos de relativismo histórico de enorme gravedad, como ocurrió con los «comentarios» en la casa de Ana Frank.
En la medida en que el Poder Ejecutivo Nacional asume un posicionamiento ético-político sobre dramáticas experiencias históricas ya vividas, resulta imposible pensar que impulsará acciones –políticas y judiciales– para reparar crímenes perpetrados por el Estado. De allí que en este simbólico aniversario del asesinato de Carlos, las luchas de siempre contra la impunidad deben redoblarse, no sólo contra los responsables políticos de este crimen de Estado, sino rechazando las posiciones ideológicas hostiles a la reivindicación de la idea de Memoria, Verdad y Justicia, que están incrustadas en la conciencia de la mayoría democrática de nuestro pueblo.
El caso Fuentealba es paradigmático en más de un sentido. Antes que nada, por el propio ejemplo de vida del maestro, que hizo de la educación popular, democrática y emancipadora una opción existencial, política y pedagógica. Sus estudiantes lo recuerdan por su capacidad de amor, su riqueza en el modo de enseñar, su confianza indoblegable sobre la posibilidad de todas y todos los educandos de aprender, su modo de encarar la enseñanza como un acto que resume la política, el conocimiento y el afecto.
Nacido en un hogar humilde, migró a la ciudad como trabajador de la construcción y con su compañera Sandra Rodríguez decidió comenzar la carrera docente, que concretó en un contexto de duras condiciones de vida para él y su familia. Su original pensamiento pedagógico, expresado en distintos trabajos que presentó durante el profesorado, merece que lo divulguemos mucho más.
Trabajador, militante sindical y político, educador popular, el asesinato estatal de Carlos Fuentealba bajo la sombra ominosa del entonces gobernador Jorge Sobisch, demanda justicia. La incansable lucha de Sandra Rodríguez y sus hijas, el acompañamiento consecuente de los sindicatos docentes y de la CTERA, el clamor de amplios sectores sociales por justicia no ha sido escuchado por el Estado.
Desde el Centro Cultural de la Cooperación «Floreal Gorini» participamos desde el primer momento de la lucha común por justicia completa para Carlos Fuentealba. Recordamos con emoción la presentación del documental biográfico del maestro, acompañados por centenares de amigos y luchadores solidarios, con Sandra, su familia y los compañeros de la vida de Carlos. El vil asesinato del maestro se engarza en la lista de mártires de nuestro Pueblo que pagaron con su libertad o con su vida asumir el reto de la lucha por una sociedad más igualitaria, apostando a construir una educación emancipadora y condiciones laborales dignas y justas para la docencia.
Mantener encendida la llama de su memoria debe ser un compromiso principista de toda la ciudadanía democrática. Al decir de Rodolfo Walsh, de cuya muerte se cumplieron cuarenta años el 25 de marzo: «Nuestras clases dominantes han procurado siempre que los trabajadores no tengan historia, no tengan doctrina, no tengan héroes y mártires. Cada lucha debe empezar de nuevo, separada de las anteriores: la experiencia colectiva se pierde, las lecciones se olvidan. La historia parece así como propiedad privada cuyos dueños son los dueños de todas las otras cosas». Carlos Fuentealba, presente. Ahora y siempre.