Tiempo Argentino | Opinión
En tiempos electorales se reactualizan, de muchos modos, los viejos y nuevos debates acerca del sentido, contenido y densidad de las democracias. Se trata de controversias conceptuales y –fundamentalmente– políticas, cuyas fundamentaciones exigen considerar aristas teóricas con indudables consecuencias prácticas.
En las ciencias sociales y en la vida política, la unión entre democracia y capitalismo ha sido objeto de las más diversas posiciones. Democracia no es un término unívoco, sino una arena de lucha alrededor de sus contenidos y de fronteras siempre móviles en torno a las relaciones de fuerza de los núcleos que disputan poder. Sobre dicho concepto giran otros de igual densidad conflictiva: qué se entiende por «público», qué por «ciudadanía»; cuál es el estatus de los «derechos», quiénes son sus destinatarios y quiénes los responsables de su efectivización.
El crecimiento de las tensiones políticas alrededor de las elecciones de octubre está poniendo de manifiesto las distintas concepciones de democracia para nuestro tiempo.
La derecha cultural y política va de fracaso en fracaso en su doble propósito de erosionar el poder electoral del kirchnerismo y ampliar los límites de la oposición. Lejos de desmayar, intenta una y otra vez -con pertinacia y tirando golpes a ciegas– esmerilar al gobierno con operaciones mediáticas y judiciales.
Una expresión del elitismo de los sectores dominantes se reveló brutalmente en la anulación de las elecciones en Tucumán. Los fundamentos del fallo incluyeron razones suficientes para que la Corte Suprema de esa provincia rechazara el pronunciamiento de la Cámara. En relación a la posición paternalista que niega a los pobres su condición de ciudadanos, la Corte afirma: «el razonamiento de la sentencia importa avanzar indebidamente sobre la conciencia misma de las personas que participaron del comicio. Los motivos que llevan a un elector a votar en tal o cual sentido son de la más variada índole (política, afectiva, económica, religiosa, etc.), y podrá compartírselos o no, pero ello no autoriza a ninguna autoridad estatal a inmiscuirse en el ámbito interno de las personas, juzgando la conciencia de cada ciudadano». No hay, por tanto, motivos para impugnar el voto popular sino por un prurito conservador y antidemocrático. Al respecto, se expresó también con claridad meridiana el filósofo Osvaldo Guariglia en una columna publicada en La Nación el 9 de septiembre.Bajo el título «Ciudadanos en defensa de la República» pontifica: «Los ciudadanos y ciudadanas de la capital de Tucumán han repetido días pasados una acción rehabilitante de sus derechos que es propia de una república desvirtuada. Es entendible que, dadas las miserables condiciones de la población rural de esa provincia, sólo estén capacitados para ejercer su conciencia cívica los habitantes de las ciudades más importantes, por educación, por formación e independencia del Estado». El filósofo nos propone volver al voto calificado, eso sí, todo «muy republicano». Ya en 2011, en el marco de las elecciones en Salta que dieron como ganador al gobernador Juan Manuel Urtubey, el senador Fernando Solanas había manifestado que «las provincias más pobres –refiriéndose a Salta y a Catamarca– no tienen una gran calidad de voto».
Otro caso paradigmático de derecha cavernaria es el del macrismo, que se ha cansado de autoproclamarse la encarnación de la nueva política. Serían parte de su práctica el respeto por las instituciones, la transparencia y la eficacia en la gestión; su capacidad de escucha y su pluralismo sin par. Pero a poco de andar, estas afirmaciones se chocan de frente con los hechos.
El jefe de Gobierno vetó más de 120 leyes en ocho años, un récord en la historia de las instituciones en toda la geografía nacional. En estos días, los casos Niembro y Amadeo son la punta de un iceberg que desnuda una matriz esencialmente corrupta. Mientras se pierden millones de pesos en el pozo ciego de la publicidad –por caso, Canal 4 de Posadas jamás recibió un peso de los millones asignados–, se reduce el presupuesto en educación pública o se incumple con el financiamiento de la Ciudad para el funcionamiento del Garrahan, hospital para niños con cuadros complejos.
Cabe preguntarse entonces, ¿qué Estado hace falta para una democracia que exprese efectivamente la voluntad del pueblo? Si algo va quedando claro es que la propuesta «democrática moderna» de la derecha es falsa y reniega de los valores fundacionales del sistema político.
Este particular modo de construcción de la «nueva política» se contrapone a las nuevas democracias latinoamericanas que se han caracterizado como protagónicas y participativas. El Estado es concebido como instrumento para asegurar y ampliar derechos; la política, instrumento de transformación; los poderes fácticos, limitados por un gobierno legítimo e instituciones firmes; las burocracias, progresivamente reformuladas para poner al Estado como garante de derechos.
Los gobiernos sudamericanos han avanzado en esta dirección y tales políticas –con matices y diferencias– han permitido profundizar la democracia, ampliar la noción de ciudadanía y expandir lo público como aquello común que promueve procesos de más igualdad y crecientes niveles de justicia.
En los debates históricos en momentos de grandes revueltas revolucionarias de los trabajadores, los luchadores y teóricos de los primeros años del siglo XX señalaban que las democracias en el capitalismo, emergentes de la Revolución Francesa, encontraban en el sufragio universal una de sus expresiones más avanzadas para transformar la sociedad. Sin embargo, cuando los trabajadores avanzan en su lucha por mejorar su participación en las riquezas y exigen una democracia más protagónica, las corporaciones empresarias y sus epígonos políticos reniegan del voto popular y conspiran contra los pueblos, retrocediendo a estadios históricos anteriores a las democracias electivas.
En estos años, la democracia electoral y la lucha política de los gobiernos populares sudamericanos lograron alcances superadores que renovaron los procesos electivos. Estos avances históricos chocan contra la ideología oligárquica que asimila a la democracia con la utilización del voto popular para poner al Estado al servicio de los grandes monopolios y sus poderes culturales. Estas opciones se juegan en octubre.
Nota publicada en Tiempo Argentino 25/09/2015