Dos modelos de democracia. Por Juan Carlos Junio

Tiempo Argentino

Los amantes de la «concordia y la normalidad», actúan en el lado opuesto a ese sonsonete.

Desde nuestra perspectiva, la política es una herramienta fuerte y noble para avanzar hacia una constante transformación de la sociedad. A través de una conducta fundada en valores, principios y convicciones sociales es posible ampliar los límites de lo existente, apostando a hacer realidad lo que parecía y se presentaba como imposible. Desde la política, se democratizan todos los ámbitos de la vida social; se extienden y profundizan los espacios públicos, convirtiéndose en el instrumento más idóneo para que lo nuevo enfrente a lo viejo, que resiste como una maciza rémora.

En efecto, hay quienes, desde ideologías e intereses que expresan a los poderes y al orden constituido, naturalizan relaciones y estructuras fundadas en la desigualdad, en la organización mercantilizada de la sociedad, en el egoísmo como clave y motor de las relaciones sociales, e incluso avalan y justifican el uso de la violencia de los poderes imperiales como modo de saldar los conflictos entre países. En esa concepción, la política es también un medio para la gestión de negocios y un instrumento de disciplinamiento social del conflicto que inevitablemente genera la defensa de los intereses del Viejo Partido del Orden.

Cabe recordar que ese modelo, aplicado con una fuerte radicalidad durante la última dictadura cívicomilitar y con otro epicentro en los noventa, tuvo consecuencias ciertamente trágicas para nuestro pueblo: 53% de pobreza (que se elevaba a más del 70% para el universo de niños y jóvenes); 24% de desempleo; una brecha de la desigualdad de 37 veces entre el 10% más pobre y el 10% más rico, muertes evitables de niños y ancianos en una contabilidad trágica de 100 por día.

En las antípodas estamos quienes no aceptamos una forma de organización social que perpetúe la injusticia. Pensamos que las políticas públicas son instrumentos de redistribución progresiva de los bienes materiales y culturales, ya que estos son creación colectiva de la sociedad. Finalmente, entendemos que una democracia sustantiva exige la participación consciente de la ciudadanía en la discusión de los problemas centrales que la afectan.

El llamado «al diálogo, la concordia y la normalidad» que falsamente pregonan los exponentes del mantenimiento de una sociedad «ordenada y tranquila», oculta que estos antagonismos constituyen un elemento inherente al desarrollo y progreso en la vida social. El problema no es el conflicto. Su negación es falsa. Lo central es de qué lado se colocan los distintos actores sociales.

Los sectores conservadores y autoritarios, cuando las contradicciones se agudizan tornándose inmanejables y el conflicto estalla de todos modos, apuntan siempre a culpabilizar a los núcleos sociales más humildes y vulnerables. Responsabilizan a las víctimas, cuando en realidad la base del conflicto está dada por las estructuras sociales injustas que sustentan al sistema económico y sus valores culturales. Si las víctimas, en la búsqueda por visibilizar sus reclamos, perturban la vida de otros ciudadanos que sienten que es una situación injusta, son severamente estigmatizados en forma oportunista por los medios de comunicación monopólicos. Pero si quienes cortan una ruta obturando el paso de personas y bienes, lo hacen contra una política progresiva del Estado, como ocurrió con la Resolución 125 y, más recientemente, con marchas y cacerolas opositoras, entonces cortar una ruta se convierte en una legítima protesta colectiva. Resultando un claro ejemplo de doble rasero, y de relativismo moral.

En suma, una política pública que ataca los derechos y conquistas de los núcleos más vulnerables sólo puede tener como consecuencia la agudización del conflicto social.

Desde este enfoque ideológico, el proyecto de ley sobre «prohibición de la concurrencia de menores de 16 años a las protestas sociales» en nombre de la Convención de los Derechos del Niño, no es otra cosa que la expresión de las citadas visiones anacrónicas. La concepción de que los menores de 16 años sólo pueden participar de protestas que los afecten en forma directa -por ejemplo, las protestas porque se caen techos de escuelas públicas- hace presuponer que las luchas por la vivienda, la salud, o contra la represión en el Borda serían ajenas a las necesidades e intereses de los jóvenes menores de 16 años. Por eso mismo, sería penada su participación en esta coyuntura porque la vivienda, la represión a los «locos» o la salud no los afecta directamente. Mucho menos los afectaría, en esta hipótesis oscurantista; concurrir los 24 de marzo a marchas con las organizaciones de Derechos Humanos, en los cuales la juventud ha tenido siempre un gran protagonismo. Estas propuestas se suman a otras iniciativas del mismo tenor: elaboración de listas de estudiantes que tomaron edificios en conflictos; demandas penales contra menores; la UCEP como aparato de represión de los más vulnerables; prohibición de los materiales del Bicentenario por su sesgo ideológico: reivindicación abierta de la dictadura y desprecio a los «jóvenes roqueros» por parte del ex ministro de Educación de la ciudad Abel Parentini Posse.

Se aprecia claramente que los amantes de la «concordia y la normalidad», en la práctica actúan en el lado opuesto a ese sonsonete. Por nuestra parte interpretamos que la aprobación del voto voluntario a partir de los 16 años y la promoción y protección jurídica de los centros de estudiantes secundarios votados por el Parlamento Nacional aportan a un modelo de democracia participativa que seguramente contacta con la opinión y la sensibilidad de la mayoría del pueblo de nuestra ciudad.

Nota publicada en Tiempo Argentino el 09/08/2013

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