Lecciones de la historia
A todas luces, se trató de un pacto de claudicación en toda la línea para los intereses generales de nuestro país.
El último 1º de mayo, mientras se conmemoraba un nuevo Día Internacional del Trabajador, se cumplían ochenta años de la firma del Pacto Roca-Runciman (1933), un acontecimiento histórico de enorme trascendencia para el futuro de nuestra Nación.
Puesto en contexto, el pacto debe ser analizado a la luz de la dinámica propia del período que va desde la consolidación del proceso de formación del Estado Nacional (1880) hasta la gran crisis del sistema mundial capitalista de 1929, el cual estuvo caracterizado, desde lo económico, por la existencia de un esquema de división internacional del trabajo, en el que nuestro país participaba como exportador de productos agropecuarios e importador de manufacturas y capitales. La base conceptual estaba sustentada a partir de la impronta de las ideas moldeadas por el pensamiento liberal de la época, favorables a los intereses de las potencias hegemónicas, y que contaba internamente con el ferviente apoyo de la oligarquía ganadera local, muy particularmente de la pampa húmeda, lucro triunfante desde mediados del siglo XIX.
En este marco, con la crisis mundial de comienzos de los años ’30 comienzan a evidenciarse los límites de este patrón de especialización productiva e inserción en el comercio global, caracterizados por una fuerte subordinación del ciclo económico local a las fluctuaciones en las economías centrales. De hecho, la caída de los precios de nuestros principales productos de exportación, las medidas proteccionistas de nuestros principales «socios» comerciales, así como también la reversión abrupta de capitales especulativos, no tardaron en afectar rápidamente los ingresos fiscales y de divisas, el crecimiento económico y las condiciones de vida de la mayoría de la población. A esto debe sumársele el acuerdo alcanzado en 1932 por las naciones del Commonwealth, en la Conferencia de Ottawa, donde Gran Bretaña establecía preferencias para la compra de productos cárnicos a Nueva Zelanda y Australia, reduciendo las cuotas de importaciones inglesas desde países no pertenecientes al «imperio», entre ellos las de Argentina. Ante esta situación, las viejas élites locales, las mismas que apoyaron el golpe de Estado en 1930, contra el gobierno de Hipólito Yrigoyen y que confluían en la Sociedad Rural, enviaron a Gran Bretaña una misión a cargo del vicepresidente de la Nación, el hijo de Julio Argentino Roca, destinada a alcanzar algún acuerdo para garantizar el acceso al mercado inglés.
El acuerdo final alcanzado con el ministro de Comercio británico, Walter Runciman, reconocía una reducida cuota para el ingreso de carnes argentinas y, a cambio, otorgaba una serie de gravosas concesiones para nuestro país, coronadas con la garantía que se le otorgaba a Gran Bretaña para el libre acceso a las divisas necesarias para girar intereses y utilidades al exterior, restringido en ese entonces por la existencia de controles de cambios.
A todas luces se trató de un pacto de claudicación en toda la línea para los intereses generales de nuestro país y que incluso tampoco llegó a conciliar plenamente los pedidos del lobby ganadero local. El asesinato del senador Enzo Bordabehere, en 1935, dejaría en evidencia la injerencia del poder de los frigoríficos; un atentado en realidad dirigido hacia el senador demócrata progresista Lisandro de la Torre, denunciante de maniobras de evasión y ocultamiento de datos de los frigoríficos extranjeros, en connivencia con el gobierno local. Una vez corrido el velo del ocultamiento, quedó al desnudo el carácter parasitario y corrupto de las grandes corporaciones locales y extranjeras, y su falta de escrúpulos para el uso de la violencia.
El relato resulta sumamente útil para interpretar el presente y trazar líneas a futuro.
Muestra el gran valor de la Historia, las falacias del pensamiento ortodoxo, que aún hoy sigue descansando en los supuestos beneficios de la integración pasiva basada en la división internacional del trabajo y en el rol de las corporaciones capitalistas transnacionales, bajo el falso supuesto de que ello nos llevaría a mayores niveles de bienestar. En el fondo se trata de las mismas ideas que en el último cuarto del siglo XX, en consonancia con las reformas neoliberales implementadas a partir de la última dictadura militar, derivaron en importantes períodos de crisis e inestabilidad económica. Las que derivaron en los noventa en la firma de tratados bilaterales de inversión (TBI) en el marco de la Organización Mundial del Comercio, acuerdos que restringen severamente la soberanía nacional en la actualidad y que, en función de su espíritu, podrían ser considerados como una versión remozada y moderna de aquel Pacto del Oprobio de 1933. Aquí corresponde agregar que Brasil no firmó en los noventa ninguno de estos tratados y que, lejos de recibir «castigo» alguno, continuó recibiendo inversiones del exterior. Incluso días atrás se conoció que un representante de la diplomacia de dicho país fue nombrado presidente de la OMC, algo que no deja de ser paradójico.
Quienes bregamos por un cambio social profundo y progresista, sabemos que los desafíos que se nos presentan son múltiples, para nada simples, y muchos de ellos difíciles de modificar en un corto plazo, habitualmente plagado de urgencias. Pero la historia nos enseña que son rasgos que en mayor o menor medida nos han acompañado desde hace más de un siglo y que han sido moldeados en función de los intereses de oligarquías y monopolios en base a democracias condicionadas o, directamente, a la represión al pueblo. Realidades como son la fuerte concentración y extranjerización empresaria, la escasa densidad industrial o la regresividad de nuestro esquema impositivo, actúan como trabas que dificultan avanzar más aceleradamente en la construcción de una sociedad más justa y solidaria, y en la constitución de una democracia cada vez más igualitaria. A pesar de ello, en todos estos grandes temas estructurales, en la última década hemos avanzado con gran determinación, teniendo que vencer en cada tramo la resistencia brutal de las corporaciones económicas y culturales.
Por ello, mientras se sigue avanzando con la discusión y disputa de ideas en el plano de la batalla cultural, resulta esencial valorar el espíritu de planificación estratégica planteado por el gobierno nacional y defender las iniciativas que en función de ese rumbo se vayan materializando.